Wednesday, June 25, 2008

EL POETA Y EL POEMA

Todavía quedan ecos del viaje. Por ejemplo, esa mañana en que conocimos Pushkin. El pueblo natal amaba tanto a su poeta que se puso su nombre. Y allí estaba la efigie de ese hombre, tan querido, tan mimado por los rusos. El poeta objeto de devoción, como un santo del romanticismo. Y mientras contemplaba su cabellera y envidiaba su suerte de múltiple amante, sonaban en aquél parque, en aquella mañana primaveral de sol, entre la fresca umbría de los castaños, un inesperado himno nacional español, con que nos agasajaba un grupo de músicos local, ataviados con uniformes de época.

Ese poeta aristocrático antecedía al gran espacio abierto del Palacio donde esperábamos contemplar la "sala de ámbar" (saqueada por los nazis y repuesta para la celebración del trescientos aniversario de la metrópoli).

Estos palacios y estos salones gozarían de los versos queridos de este poeta joven e idolatrado, .

Qué distinta poesía -pensaba- la de ese hombre oculto que escribe furtivamente poesías en el trabajo (cuando ya le falta el aire de poesía que necesita su vida). Ese oficinista (un Goliatkin cualquiera), cuya vida discurre entre libros de contabilidad y fárragos, pero que encaja a ratos entre los gruesos cartapelarios -oculto- un librito de poemas de Pushkin, que le consuelan la angustia y le devuelven la sencillez de la alegría, y a la plenitud de los espacios soñados, verdes y abiertos, trayéndole la sonrisa de un sol primaveral que atraviesa las copas de un castaño y la sombra fresca junto al lago que rodea un palacio y en el que las barcas con sus músicos navegan abriendo estelas ligeras, mientras los patos lentamente, siguiendo una formación majestuosa, discurren bajo los puentes románticos

Monday, June 09, 2008

VERDADERO Y FALSO

Nuestra guía es muy joven. Nacida en 1987, no ha llegado a conocer la división del mundo en dos bloques. Forma parte de la nueva Rusia. Habla un español neutro y claro, viaja, ha estado en España un par de veces, es europea, dinámica, abierta, simpática.
La que tuvimos en Moscú era distinta. Hija de un cubano, su familia había ocultado su apellido por miedo a la represión. Pálida, rostro demacrado, con ojeras, triste, madre sola, prematuramente envejecida, parece aplastada por la vida y por el permanente mal tiempo de su ciudad. Envuelve su cabeza en un pañuelo rojo. Comiendo una manzana esa mañana en el hall del hotel, era la imagen de la necesidad que este país ha padecido durante tantos siglos (la comida nacional, las gachas, las patatas y la sopa de col).

Durante estos días he fantaseado con esa dualidad. Los días moscovitas iba prendado del misterio de esa mujer ensimismada y seria, inaccesible a la risa, de alma huidiza, que no se nos entregaba en ningún momento, distante como en un mundo perdido, como una representación viviente del comunismo que fue. La niña rubia petesburguesa, en cambio, no tiene nada que ocultar. Es idéntica a cualquiera de nosotros. Pertenece a un nuevo mundo transparente, globalizado. Intercambiable e insulso.

¡Cómo se ve el mundo con la perspectiva de los años! Recuerdo que no creía posible eso que se pedía al rezar el Rosario: la conversión de la Rusia comunista. Era como pedir la luna (para mí, que no había conocido otra cosa, el comunismo era irreversible, tan irreversible como pueda parecernos hoy su desaparición). Y sin embargo, el comunismo ha desaparecido con una rapidez inusitada, apenas sin dejar recuerdo (tres estatuas de Lenin siguen en pie y el mausoleo es mero reclamo para turistas ávidos de sensaciones fuertes, muy similar a las figuras de cera que en el Palacio de los Jusupov escenifican el asesinado horrendo de Rasputín). Hay una desacralización de aquellos dogmas que un día surgieron del pensamiento utópico en un mundo nuevo. Esos dobles de Lenin con los que se fotografían los turistas, o esas gorras del ejército soviético que venden a los turistas, me repugnan un poco, porque son como una profanación del respeto que uno debe tener a los ideales de sus antepasados.

Pero si algo demuestra este viaje es la eterna capacidad del hombre de reconstruir aquello que destruye y de destruir aquello que previamente ha edificado. De estos palacios ¿qué queda original? Todo se ha reconstruido pacientemente, tras la destrucción nazi en la guerra, durante el periodo comunista. Los comunistas restauran el escenario de las pompas imperiales. De estas iglesias ¿qué queda original? Se acaban de construir en los años de la libertad, aquellas iglesias que –a cientos- derribara el régimen comunista ateo. Los nuevos rusos occidentales y demócratas restauran los templos donde los ortodoxos dan culto a los zares muertos, jefes de sus iglesias sometidas al poder temporal del emperador. Allí, Nicolás II y su familia han sido elevados a los altares y reciben culto (a su lado una lápida recuerda también a los criados que les acompañaron en el martirio, aportación que parece responder a una toma de conciencia comunista de la dignidad del proletariado). Todo parece trastocado. El nuevo culto a los zares resulta viejo, diríamos anacrónico. Pero hoy la religión resurge, el icono es objeto de genuflexiones y ofrendas, y la libertad de culto es una reivindicación moderna. La pompa y ostentación de los palacios imperiales es ahora el orgullo de la Rusia europeísta, que recuerda en Pedro y Catalina como los precursores de un país moderno y europeo. Es –como quería Nietzsche- “la transmutación de todos los valores”, que en el eterno retorno de la Historia, caen y vuelven a subir.

Todo es tan falso como la grisaia de los techos palaciegos de Raspelli. Todo es tan innecesario como los grutescos de las paredes de la Galería Pontificia trasplantada a Petersburgo por Catalina la Grande. Copia, falsificación. Muy moderno, por tanto. Pero la falsificación es también la lucha contra la destrucción. El tiempo todo lo acaba terminando, pero queda la imagen (en los cientos de miles de fotografías que cada segundo obtienen los turistas de todo el mundo, mundo reproducido y reproducible, ya sin limitación, en una realidad virtual de opereta).

¿Qué idealismo queda que podamos ofrecer a nuestros hijos? El gran centro comercial alzado frente al mausoleo de Lenin, donde se encuentran las tiendas más caras de Europa, vacías permanentemente, porque nadie puede comprar a esos precios, se nos muestra con la ostentación de quien acredita la pureza de sangre capitalista de esta sociedad. Es como esos palacios habitados por pobres de solemnidad, que se caen de viejos bajo las capas de pintura, junto al río Neva, ante la indiferencia de los niños que nos acompañan en la excursión fluvial con la que culmina nuestro viaje, únicamente ocupados en fotografiarse a sí mismos con sus móviles de última generación.