

Palermo. En una Iglesia abandonada, como tantas en Italia cerrada al culto, entre tanta ruina, sorprendió a mis amigos como una aparición mágica, la obra inesperada del genial mallorquín. En la anarquía de esta ciudad todo podía suceder y todo era a la vez feo y esplendoroso, sucio y sensual. Allí encuentran los animales más sencillos convertidos en nuevos santos.

Iglesia de Santa Eulalia de los Catalanes. 1998. Miquel Barceló escoge este templo para encerrarse dos meses en una tensión espiritual que enfrenta los referentes cristianos con el ambiente pagano que se respira en el ajetreo cotidiano del mercado de la Vucciria, en cuya poximidad se alza el templo.
En esa pasión creadora Barceló se aisla del exterior, de las acusaciones de sacrilegio y deja que en su imaginación surjan destellos como ese Cristo como mandrágora de uno de los apuntes que traza en su cuaderno por esos días. Misteriosas asociaciones entre la cultura griega y la cristiana, que son evocadas desde el interior de las ruinas.



Aparecen así asnos, corderos, peces, que son símbolos del primitivo cristianismo y a la vez, en ese lugar, reciben un poder de transgresión, una suerte de encarnación del espíritu en la vida del mercado, la materia santificada, la comida transformada objeto de culto. Nada es poco santo, nada es impuro.
El espíritu que empapa la materia, ese espíritu acumulado durante siglos, se muestra entre la podredumbre, como sucede con las momias de las Catacumbas de Palermo. La naturaleza es tambien podredumbre, de la que puede sobrevivir la eternidad.

¿Será este el secreto de la isla? La cultura ¿supone acaso superar la belleza? Acaso es algo tan natural como la comida, como el sonido de los campos y del mar. Como el pescado, que Barcelo una y otra vez representa, lleno de consistencia material, disponible para el banquete.