Wednesday, December 02, 2015

UNA PASTELERÍA EN TOKIO

El trabajo. Vocacionalmente, soy un vago. Sin embargo creo que toda mi vida he trabajado. El trabajo como condena bíblica. Sobre todo lo entiendo algunas veces. Los lunes por la mañana. Pero ahora hay quien dice que ama su trabajo, que se realiza en él y nos descoloca a los demás. La finalidad del trabajo, históricamente, no ha sido "realizarse". No se creía que uno tuviera que disfrutar al trabajar. Ni nadie se podía sentir extraño o incluso culpable por reconocer que trabaja sin una especial satisfacción, simplemente porque de algo hay que vivir.

El otro día fui a ver una película japonesa: "Una pastelería en Tokio", de Naomi Kawase. Había oído hablar de ella en televisión y me gusta el cine intimista nipón. Al comienzo, el protagonista se levanta temprano, sube a la azotea de su casa y fuma allí, abstraído. Luego comienza su trabajo: hacer pasteles en una pequeña tienda de dulces: los tradicionales "dorayakis". Le vemos trabajar de forma rutinaria. Atender a sus clientes, niñas con sus uniformes colegiales que desayunan antes de ir a sus clases. Les sirve sus dorayakis sin demasiado interés, Como diríamos ahora, sin interactuar con ellas. Es pulcro. Silencioso. Cumplidor. Luego sabremos que tiene que pagar un préstamo al dueño de la tienda y que un día tuvo problemas con la justicia.


Una mañana aparece una anciana. Una anciana que se queda mirando al gran almendro que se alza junto a la pequeña pastelería. Mira sus flores recientes con ojos de felicidad. Esa señora a pesar de su edad y de sus manos deformes viene a solicitar el puesto de ayudante. El pastelero la rechaza un día, pero al siguiente ella vuelve como cliente para probar un dorayaki. Y no está bueno. El relleno de pasta de judías dulces (el anko), no tiene suficiente sabor. Ella lo hace mucho más sabroso. El pastelero le reconoce que el anko no lo hace él sino que lo compra hecho. La anciana consigue intrigar al pastelero que le permite ser ella la que a la mañana siguiente elabore su anko. La receta es laboriosa, requiere mucho tiempo, madrugar más, dejar cocer a fuego lento, remover despacio para no romper las judías, luego dejar caer el agua despacio, hasta que rebose y se lleve la espuma de la cocción, solo después de todo este proceso, el anko estará preparado y en su punto. Cuando el pastelero prueba el primer dorayki lo encuentra delicioso. Es la primera vez -dice- que me como uno entero, porque "no me gusta el dulce". Entonces la anciana deja de sonreír y le mira enojada: "¿Por qué trabaja en una pastelería si no le gusta el dulce?"


Los días que siguen el trabajo es diferente: los dorayakis son demandados por más y más personas que hacen cola a la hora de abrirse la pastelería, las colegialas se sorprenden porque el pastelero ahora sonríe y charla con ellas, el pastelero se siente feliz vendiendo sus propios dorayakis, elaborados por él y apreciados por sus clientes. Se siente orgulloso de sus dorayakis: los mejores.

Es una fábula. El trabajo: una maldición. O no.    

Monday, August 31, 2015

EL ORIGEN DE THOMAS BERNHARD

A veces hay que volver al origen de las cosas. Un blog es una pequeña memoria, a la que uno puede también volver algún día (ya no podré volver en cambio a los tuits que tuiteé, lo cual quizás sea más verdadero que lo otro, porque todo lo hacemos para el olvido). Como un libro que leímos y que en el estante de la biblioteca nos espera, siempre ofreciéndose a la relectura. Esa relectura imposible, porque el tiempo ha pasado y no podrás revivir la experiencia que tuviste al de leer por primera vez. Las primeras veces no se repiten nunca. ¿Para qué leemos? Creo que uno lee para encontrar algo de su vida escrito ahí por otra persona. Al encontrarlo, de alguna manera te das cuenta de que a todo el mundo le pasan las mismas cosas, que en lo esencial no somos tan distintos. Y eso re reconcilia un poco contigo mismo y con los otros.
He leído estos días “Origen”, de Thomas Bernhard. La dificultad de la escritura de Bernhard, la reiteración obsesiva de sus ideas fijas (sus invectivas contra la ciudad de Salzburgo, contra el sistema educativo, contra el nazismo y el catolicismo, etcétera), no han impedido que me sumerja en ese año o dos años de su adolescencia en que marchó desde su pueblo a estudiar interno en un Instituto público de Salzburgo, cuando ya Alemania estaba siendo derrotada. Bernhard vivía con su abuelo, que tras el abandono del hogar familiar por su padre y la segunda boda de su madre era su referente y maestro. El nuevo marido de su madre nunca ejerció de padre limitándose a ser su tutor. Bernhard fue educado por su abuelo en una concepción anarquista de la vida, con largos paseos, en medio de la Naturaleza, donde mantenían conversaciones de tú a tú, en lo que luego recordaría como los mejores años de su vida. De hecho, que su abuelo le entregase a una escuela dirigida por un nazi, fundada en el autoritarismo, la arbitrariedad y los castigos físicos, fue para Bernhard una terrible traición, aunque comprendiera que para él no había otro camino que la Universidad. En la novela Bernhard se refiere a una educación imposible, en medio de los bombardeos de los aliados sobre la ciudad, bombardeos sin más justificación que mantener el terror y debilitar la moral de la población civil de Salzburgo, una ciudad cuya belleza -pensaban sus habitantes- lograría que los aliados la respetasen. El abuelo de Bernhard siempre creyó en la personalidad artística de su nieto y se empeñó en que la desarrollase, pagándole clases de violín, primero, y luego de pintura. Su nieto nunca quiso aprender violín: para él era simplemente la excusa para disponer de una hora diaria de soledad para sus ensayos en un cuarto trastero del Internado. Allí el hacía sonar el violín, con una música que sólo él entendía, una música sin reglas que le liberaba y en la que dejaba escapar toda la angustia, todo el frío, todo el aislamiento condenado, toda la soledad. Esa música fue el origen de Thomas Bernhard.