Leo un twet del coaching Ignacio Andrío: “No se pueden descubrir nuevas tierras sin tener el valor de perder de vista la orilla. ¿Qué esperas del nuevo curso?"
La pregunta es oportuna para mí porque yo, en estas semanas finales de agosto, más que en Navidad, veo el año transcurrido, en perspectiva y suelo dedicarme a pensar en el curso que se avecina y fantaseo sobre cómo me gustaría que fuera, formulo mis deseos para el nuevo curso (como si estuviera delante del genio de la lámpara maravillosa) y hago planes, más o menos realizables sobre lo que haré con mi tiempo.
Lo que dice Ignacio es claro: tengo, cada uno tenemos, un territorio cómodo, un territorio conocido, en el que nos movemos con facilidad y nos apetece quedarnos en él, más cuanto más mayores nos hacemos. Pero la evolución se produce, precisamente, cuando nos atrevemos a adentrarnos en la terra incognita y explorar nuevos territorios. Aún sintiendo el miedo de no tener referencias claras, afrontamos el riesgo de abandonar lo conocido (perder de vista la orilla).
Pero a la hora de adentrarnos en nuevas tierras, no debemos perder de vista la importancia del deseo, que es como el velamen de mi barco. Sólo el deseo nos puede hacer superar el miedo a lo desconocido, como el hambre hace a los toreros o la pobreza hizo a los conquistadores. Leía otro twet –creo que de Jodorowsky- en el que se decía más o menos que siempre acabamos conociendo aquello que hemos deseado conocer. Es decir, desear un territorio, soñar con él, es en parte estar ya en él. Como desear rezar es estar rezando. O desear amar es estar ya amando, de alguna manera. Lo importante es mantener los deseos, conservar los sueños.
Entonces, la pregunta clave sería qué deseo? La pregunta fundamental es siempre esa ¿qué quieres? por que eso tendrás. Es la pregunta más difícil de responder y sin embargo, la respuesta está en los hechos, en lo cotidiano de mi vida ¿qué me tiene interesado ahora? ¿En qué me meto tan a fondo que me olvido del tiempo? ¿A qué actividad estoy dispuesto siempre? ¿Por hacer qué estoy dispuesto a quitar horas al descanso? ¿Qué estoy leyendo? ¿De qué estoy disfrutando más ahora? Ojo. No es “qué debería leer”, “de qué me debería ocupar más” o “qué tendría que hacer”. El territorio del deseo es el territorio de mi identidad más profunda. El territorio del deber pertenece a mi condición de miembro de una comunidad, a mi condición de ciudadano. Son cosas distintas.
El deseo debería estar en la base de toda educación. El maestro debería despertar el deseo en el alumno. Es más. El buen maestro hace descubrir al alumno aquello que sin saberlo deseaba, aquellas cualidades y predisposiciones que él mismo desconocía. La educación es contagio de deseos. Una relación íntima, en este sentido, de compartir deseos, pasiones. Si no hay deseo lo que hay es trabajo, esfuerzo. Sin placer, hay disciplina. Relaciones verticales de poder, recepción pasiva de contenidos acríticos. Pura mecánica. Preparación para un mundo mecánico, economicista. Es el fracaso de la educación, el sometimiento a la masa, al sistema.
Porque los conocimientos no hacen hombres felices, hombres bondadosos, hombres solidarios, hombres libres. Hay que formar personas, no números.
El desarrollo de las potencialidades individuales empieza por explorar el mundo de los deseos, por permitir a cada persona conocer quién es él en realidad y a qué ha venido a este mundo, en qué actividad va a ser feliz y va a desprender toda su luz, para que la sociedad reciba ese reflejo.
Foto de Doenjo
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