
En Dublín. Dias de descanso. Pubs, whiskey Jameson. El Liffey. Los edificios de ladrillo rojo, con sus chimeneas. Paseo por estas calles que me retrotraen a finales del siglo XIX (los oscuros alrrededores de la Guiness Storehause, esa gran fábrica y esos carros tirados por caballos percherones a la entrada, esos obreros que en la película construyen toneles con precisión y sin descanso, como máquinas eficientes, cientos, miles de toneles). Calle Nassau. Aquí miraría por primera vez Joyce a esa mujer, Nora Barnacle (un encuentro definitivo, como el de Dante y Beatriz), un 10 de junio de 1904. Aquí sería -junto al Trinity College- donde venció su timidez para pedirle una cita -él poeta joven (22 años), licenciado en letras, lleno de sueños y furor, a ella, una camarera de hotel, sin estudios, dos años más joven- y ella que le creyó un marinero noruego (sus ojos azules, su afilado rostro -Klinch-, su gorra) no acudió a la cita...El encuentro de dos jóvenes muy diferentes pero unidos por un común origen -sus padres borrachos- y un destino compartido -el voluntario alejamiento del hogar y de la patria-, se produciría el 16 de junio (Blomsday) y su complicidad sexual surgiría ese mismo día. Nora resultó la compañera perfecta del escritor- desentendida de cuanto él escribía, tolerante con su feroz independencia y sus excesos de juerguista impenitente, madre y compañera en juegos fetichistas privados, lo pervertido, compartido- sobrelleron ambos un estado permanente de ruina económica y la enfermedad mental de una hija. Aquí -en la calle Nassau- encuentra Joyce la horma de su zapato y se hace hombre el niño. Aquí concibe el proyecto de marchar, de abandonar todo aquello: a sus diez hermanos y a su padre, la pobreza, la sordidez, la mojigatería. Luego se llevaría a Stanislaus y a alguna de sus hermanas. Pero Dublín quedó allí, en el recuerdo, adquiriendo de esta forma todo su poder de evocación ("solo tenemos de verdad lo que hemos perdido" -como yo Pamplona- y nadie puede volver ya al lugar que voluntariamente ha convertido en un conjunto de recuerdos, quedaría defraudado porque ese lugar quedó fijado en el pasado, en un 16 de junio personal -el mío-). Escribir es así igual que vivir: se recuperan olores, sabores, colores...la palabra (la jerga, el slang) cobra todo su valor, como isla vital del naúfrago, del que se tiró del barco. La lengua es el único vínculo del exiliado con su patria. Para conseguir este dominio del idioma, hay que vivir en otro país y sobre todo en otra lengua (la lengua utilizada en el hogar de Joyce y Nora fue siempre el italiano), para así destilar toda la sustancia de cada preciosa palabra, como si uno explorase un terreno prodigioso y virgen. Hay que abandonar definitivamente a las personas queridas, para hacerlas eternas en el recuerdo, mediante los oportunos personajes de ficción (más verdaderos que sus modelos). Paseo por la calle Nassau y pienso que aquí no hubiera podido Joyce escribir nada (no hay brillo, todo es gris). Sólo el recuerdo convertiría esto en tiempo y el tiempo es la literatura. Paso por el puente del medio penique y tiro un papel, como hizo Bloom, para que se vaya navegando hasta el mar...En el papel he escrito una apuesta y es la apuesta de Joyce: la apuesta de Bloom.