Leo, por ejemplo, a Irène Némirovsky, “Suite francesa”, y pienso, como otras muchas veces ¿cómo pudo toda esa gente seguir viviendo durante años en aquella situación, soportando la arbitrariedad de las restricciones impuestas a los judíos por el hecho de serlo, la discriminación ante la complicidad cobarde del resto de los franceses? ¿Cómo Irène –con dos hijas pequeñas a su cargo- y siendo una escritora reconocida, no se puso a salvo? Verse obligada a llevar y hacer llevar a sus hijas la estrella de David amarilla cosida al pecho… ¿Cómo fue capaz de seguir escribiendo cuando todo se derrumbaba a su alrededor, de concebir su proyecto literario más ambicioso en esas condiciones? Creó un mundo de fantasía, que era más real para ella –y más urgente- que la realidad misma, un mundo en el que vivía mental y emocionalmente (planificando el desarrollo de su obra, rodeada de los protagonistas de su ficción), mientras se hacía inminente su detención, su deportación, su asesinato. Se quedó esperando, proyectando contar el final de todo aquello en su novela (que tendría “mil páginas”). Quizás nadie pudo suponer la atrocidad del genocidio: en ese tiempo era todavía inconcebible el asesinato como proyecto político. Cuando la realidad cotidiana nos ahoga, a veces necesitamos crear un espacio donde soñar y crear, para seguir respirando. No es retirarse, es trascender lo inmediato.

El problema es que seguimos pensando que siempre tiene que existir una causa para todo. Que las cosas obedecen a una lógica. Para ser detenido, para ser ajusticiado, uno ha tenido que hacer algo grave. Uno tiene que ser culpable. Pero Irène había leído a Kafka y sabía que la vida no es razonable.
Igualmente absurda fue la suerte del manuscrito de “Suite francesa”, llevado de aquí para allá en una maleta, casi inadvertido, inédito durante sesenta años, para hacer resucitar en pleno siglo XXI, como un milagro para nosotros, con toda su frescura a esa mujer judía que en la primavera de 1942 escribía sin énfasis, con sabiduría, con objetividad, serenamente, con poesía también, estas páginas, en medio de la Tempestad que la arrastraría a la muerte ese mismo verano.
Tenía Irène treinta y nueve años.