Monday, March 26, 2007

CALLE NASSAU


En Dublín. Dias de descanso. Pubs, whiskey Jameson. El Liffey. Los edificios de ladrillo rojo, con sus chimeneas. Paseo por estas calles que me retrotraen a finales del siglo XIX (los oscuros alrrededores de la Guiness Storehause, esa gran fábrica y esos carros tirados por caballos percherones a la entrada, esos obreros que en la película construyen toneles con precisión y sin descanso, como máquinas eficientes, cientos, miles de toneles). Calle Nassau. Aquí miraría por primera vez Joyce a esa mujer, Nora Barnacle (un encuentro definitivo, como el de Dante y Beatriz), un 10 de junio de 1904. Aquí sería -junto al Trinity College- donde venció su timidez para pedirle una cita -él poeta joven (22 años), licenciado en letras, lleno de sueños y furor, a ella, una camarera de hotel, sin estudios, dos años más joven- y ella que le creyó un marinero noruego (sus ojos azules, su afilado rostro -Klinch-, su gorra) no acudió a la cita...El encuentro de dos jóvenes muy diferentes pero unidos por un común origen -sus padres borrachos- y un destino compartido -el voluntario alejamiento del hogar y de la patria-, se produciría el 16 de junio (Blomsday) y su complicidad sexual surgiría ese mismo día. Nora resultó la compañera perfecta del escritor- desentendida de cuanto él escribía, tolerante con su feroz independencia y sus excesos de juerguista impenitente, madre y compañera en juegos fetichistas privados, lo pervertido, compartido- sobrelleron ambos un estado permanente de ruina económica y la enfermedad mental de una hija. Aquí -en la calle Nassau- encuentra Joyce la horma de su zapato y se hace hombre el niño. Aquí concibe el proyecto de marchar, de abandonar todo aquello: a sus diez hermanos y a su padre, la pobreza, la sordidez, la mojigatería. Luego se llevaría a Stanislaus y a alguna de sus hermanas. Pero Dublín quedó allí, en el recuerdo, adquiriendo de esta forma todo su poder de evocación ("solo tenemos de verdad lo que hemos perdido" -como yo Pamplona- y nadie puede volver ya al lugar que voluntariamente ha convertido en un conjunto de recuerdos, quedaría defraudado porque ese lugar quedó fijado en el pasado, en un 16 de junio personal -el mío-). Escribir es así igual que vivir: se recuperan olores, sabores, colores...la palabra (la jerga, el slang) cobra todo su valor, como isla vital del naúfrago, del que se tiró del barco. La lengua es el único vínculo del exiliado con su patria. Para conseguir este dominio del idioma, hay que vivir en otro país y sobre todo en otra lengua (la lengua utilizada en el hogar de Joyce y Nora fue siempre el italiano), para así destilar toda la sustancia de cada preciosa palabra, como si uno explorase un terreno prodigioso y virgen. Hay que abandonar definitivamente a las personas queridas, para hacerlas eternas en el recuerdo, mediante los oportunos personajes de ficción (más verdaderos que sus modelos). Paseo por la calle Nassau y pienso que aquí no hubiera podido Joyce escribir nada (no hay brillo, todo es gris). Sólo el recuerdo convertiría esto en tiempo y el tiempo es la literatura. Paso por el puente del medio penique y tiro un papel, como hizo Bloom, para que se vaya navegando hasta el mar...En el papel he escrito una apuesta y es la apuesta de Joyce: la apuesta de Bloom.

5 comments:

  1. Dublin es una ciudad puzzle en mi recuerdo: Un puente, muchos grandes almacenes, el Trinity college, tiendas de pósters, U2 por todas partes...Me daría pena volver y comprobar que las piezas de ese puzzle han dejado de encajar.
    Lo pasasteis bien? Besos.

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  2. Muy bien, Princesa. El Trinity College sigue ahí. Me impresionó el culto al libro. El Libro de Kells, con sus maravillosas ilustraciones miniadas, es la atracción principal de Dublín. Ese culto debe marcar a los irlandeses: no he visto más librerías en una ciudad y...bueno, es una ciudad de escritores también. Uno de mis recuerdos será desde luego la entrada en la Biblioteca del Trinity College.De inmediato me vino Borges al pensamiento: reconocí la gravitación de los libros, sentí que la eternidad bien pudiera ser quedarse en esa biblioteca eternamente leyendo esos volúmenes...Y last but not least (cómo me gusta esta expresión), las puertas de colores, los puentes, los letreros brillantes de los comercios, el salmón ahumado, el whiskey sin hielo (fue un descubrimiento), los muelles (quay) y las calles sin salida (cul de sac)...Sandycove, ciudad de veraneo, con su Torre Martello joyceana. Y la gente, que me pareció encantadora, cuando caían redondos sobre nuestras cervezas y luego aparecían con una cerveza para nosotros y amablemente se presentaban dándonos la mano...Me ha gustado. Volveré. Un beso, Princesa.

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  3. Algún día haré ese viaje y recordaré lo que hoy escribiste. Ha sido un buen adelanto.
    Un abrazo.

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  4. Cada uno de nosotros llevamos un Dublín en el corazón. A veces se parecen tanto que confundimos unos con otros, y cuando eso ocurre nace algo tan hermoso como el Dublín de Joyce. Que ni es real ni es bello, pero que sentimos dentro de nosotros, que somos capaces de recrear.

    Me alegra mucho que disfrutaras tu visita a mi dear, dirty Dublin.

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  5. Todavía no tengo mi Dublín, Tindrell. Supongo que deberá pasar un tiempo para que el alma vaya construyendo ese recuerdo (seguramente irreal) que defina la ciudad que se me ha mostrado estos días. Con Lisboa sí me ha pasado: la puedo recrear en una cierta luz amarilla de la mañana, en el caminar pausado por plazas y miradores, en las texturas de los edificios. Es una sensación grata, tranquila, bajo los soportales, o caminando silencioso en busca de librerías de viejo y en ese caminar en una mañana luminosa, el contrapunto romántico y misterioso de un aria cantada desde detras de una ventana abierta. Esto y las nocturas calles de fados. En Dublín, lo sucio -dices- o mejor desvaído, estaba, sí, en el color del mar de la bahía (verdemoco es una buena definición), en los ennegrecidos ladrillos rojos de casas centenarias, en el Liffey, que va lento, casi parado, entre las calles. Pero no sé qué quedará de todo esto. La voz, quizás, y el tono pausado, modulado, como de narrador en un film de misterio, del fornido conductor de autobús que nos llevó a Glendaloch, ese monasterio abandonado entre tumbas y lagos, donde parecía vibrar una energía especial. Ese conductor solemne, preciso, de impecable dicción, nos iba contando por medio de la tundra desnuda, el drama de la emigración irlandesa de mitad del siglo XIX, cuando huyeron millones de personas del hambre, tras la plaga de la patata. Esa voz, esa fuerza solemne, esa seriedad altiva, quizás queden de ese viaje.

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