El protagonista de “El Palacio de la Luna”, M. S. Fogg, decide dejar de luchar contra las adversidades y adoptar el nihilismo activo como actitud filosófica: no hacer nada y limitarse a esperar el desenlace. Es cierto. La vida te está sometiendo constantemente a agresiones externas, sucesos que te desestabilizan y, en esa lucha constante por mantenerte en equilibrio, se agotan tus fuerzas.
Fogg quiere dejar que las cosas sigan su curso, que el azar marque el rumbo de su vida (llegar lo más lejos posible y ver qué pasa allí). Aprenderá que todo, en esta vida, tiene consecuencias. Pero, como le dice su tío Víctor al despedirse de él, con el tiempo las cosas se van conectando y al final todo va a salir bien. Todo fracaso y todo éxito son momentáneos y relativos. Forman parte de una trama cuyo dibujo sólo se ve al final.
Fogg quiere dejar que las cosas sigan su curso, que el azar marque el rumbo de su vida (llegar lo más lejos posible y ver qué pasa allí). Aprenderá que todo, en esta vida, tiene consecuencias. Pero, como le dice su tío Víctor al despedirse de él, con el tiempo las cosas se van conectando y al final todo va a salir bien. Todo fracaso y todo éxito son momentáneos y relativos. Forman parte de una trama cuyo dibujo sólo se ve al final.

Fogg, con esa filosofía, llegará a la indigencia y casi a la locura, viviendo como un mendigo en el Central Park. Allí, en el parque, los hechos confirman su tesis: cuando se esfuerza por conseguir comida no logra nada y es cuando desiste de intentarlo, cuando se da por vencido cuando llegan los milagros (alguien se acerca y la larga un billete de cinco dólares, por ejemplo). El milagro no se puede provocar, no está disponible. Llega cuando uno ya no lo pide.
En la novela, los protagonistas pierden y ganan fortunas constantemente. Lo mismo pasan hambre que reciben herencias o encuentran un tesoro. Incluso son capaces de regalar una casa o de repartir dinero a los desconocidos. Esto es muy americano. Todo es transitorio. El dinero entra. El dinero sale. Se va y vuelve. Y vuelve a escaparse de nuestras manos. Como la felicidad. Y uno nunca es rico ni pobre, feliz ni desgraciado.