Una buena novela es aquella que nunca quisieras que terminara. Eso justamente me ha pasado con “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, un best seller que compré como lectura típicamente veraniega, sin mucha convicción, pero que ha resultado ser una muy buena novela, con una estructura endiabladamente bien construida, que va creciendo en interés y complejidad conforme avanzas en la lectura.
Claro, lo que pasa en estos casos, al final te acabas la novela dándote un atracón, sin tiempo para masticar las palabras ni saborear apenas la lectura. Estás deseando encontrar novelas que te atrapen, pero a la vez odias esa forma de leer a grandes tragos, porque sabes que va contra todas las reglas de la degustación lectora. Es como una pasión amorosa, que te desestabiliza y te enreda en su maraña, que te deja a merced del otro y a la vez te da la vida y no te deja vivir.
Claro, lo que pasa en estos casos, al final te acabas la novela dándote un atracón, sin tiempo para masticar las palabras ni saborear apenas la lectura. Estás deseando encontrar novelas que te atrapen, pero a la vez odias esa forma de leer a grandes tragos, porque sabes que va contra todas las reglas de la degustación lectora. Es como una pasión amorosa, que te desestabiliza y te enreda en su maraña, que te deja a merced del otro y a la vez te da la vida y no te deja vivir.
Y eso pasa con esta novela. Como una amante, Joël Dicker se va apoderando de ti, te va desarmando, hasta que te entregas a esa historia sucesivamente romántica y sórdida, divertida y trágica, tierna y brutalmente violenta. Y cuando ya te tiene atrapado e indefenso, en el último tercio del libro, empieza a hacer contigo lo que (literariamente) quiere, te empieza a engañar, te empieza a hacer trampas, te encela y te hace entrar al trapo, y tu embistes una y otra vez y sin respiro, como un toro bravo y noble.
Y en el centro de la bien urdida trama, el misterio de un personaje inolvidable: Nola, la muchacha cuya desaparición, hace treinta años, conmocionó a un pequeño pueblo de la Costa Este americana (Aurora), sacudiendo las plácidas y vulgares vidas de sus habitantes. Una figura frágil que va agigantándose conforme conocemos su historia, hasta convertirse en toda una heroína.
Sin embargo, con ser buena la historia y mejor la forma en que se cuenta (ajustada al milímetro con gran instinto y técnica narrativa), de lo que se nos habla es de la escritura del libro que cuenta esa historia. Como en un juego de espejos, un escritor joven que no es capaz de empezar su segunda novela, después de dos años de haber publicado la primera, busca en su desesperación el consejo del maestro consagrado que le enseñó a ser escritor, y se encuentra con la historia real de cómo su maestro fue capaz de escribir su obra maestra, y convierte en tema de su libro la historia de cómo esa obra maestra fue escrita. El libro, rizando el rizo, nos narra el proceso de su propia escritura, edición y publicación. Por lo que es la historia del libro sobre la historia del libro. En ello algunos lectores han recordado al Quijote, cuando en la novela aparecen los papeles de Cidi Amete Benengeli, y el protagonista lee en ellos sus propias aventuras.
Aquí es donde se confunde en la narración, la realidad y la ficción, al modo y gusto de Vila-Matas. Porque este es realmente el segundo libro del joven escritor suizo Joël Dicker. Y cuando vamos a los agradecimientos, algunos nombres coinciden con personajes del libro. De eso nos habla el libro también: de ser escritor hoy. Y aunque lleve la acción al mundo editorial americano, lo que Dicker plantea son cuestiones universales que interesan a cualquier aficionado a la lectura. La relación entre literatura y mercado editorial. La mercantilización del arte. La publicidad y los gustos literarios. El tiempo limitado para captar la atención sobre un libro. El papel de Internet. Dicker dibuja el personaje del editor y el personaje del agente literario, no sabemos si tomando como modelo a los suyos propios, con una mezcla de cinismo e ironía, riéndose abiertamente las reglas del capitalismo que hoy soberanean sobre la literatura: los adelantos, los plazos, los servicios jurídicos de las editoriales, el empleo de “negros” para ayudar a los escritores consagrados (para qué van a escribir si no es necesario), los lanzamientos, las giras promocionales, los contratos millonarios, lo efímero de la fama.
Al margen de los mercados, Dicker hace hablar al escritor consagrado y al joven que comienza su carrera. Y nos da en los 31 capítulos, en orden decreciente, su preceptiva literaria. Una preceptiva que presenta el entretenimiento como honesto objetivo de la escritura, contraponiendo el arte de contar historias usando palabras al elitismo literario que ve en las palabras un fin en sí mismo. El libro no es una sucesión de palabras bellas, es una relación entre personas. El libro hay que escribirlo como quien boxea, golpeando y encajando los golpes, siguiendo adelante a pesar del miedo, porque vencerse en la vida es vencer.
Me voy a comprarlo ya...
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