Wednesday, September 04, 2013

HANNAH ARENDT Y MARTIN HEIDEGGER



Hannh Arendt podía parecer dormida, tumbada en su sofá o en la hamaca. Pero estaba pensando. Le gustaba pensar. Ella le había pedido a Martin Heidegger que le enseñase a pensar. Dedicaba tiempo a pensar. Es más, su profesión consistía en pensar y enseñar a pensar.

El motor de esa actividad constante de pensamiento, esa actividad inmóvil que no cesaba, fue un deseo de comprender las cosas que no le abandonó. No era curiosidad. Era deseo, necesidad de comprender. Quiso comprender cómo y por qué pudo suceder lo que sucedió (cómo puede suceder lo que sucede). 

Escribir formaba parte de este proceso. Ella escribía sólo cuando sabía muy bien lo que iba a escribir, cuando había pensado bien eso que iba a escribir. Y escribía para recordar su pensamiento. Para no olvidar al seguir pensando. Luego no le importaba que la leyeran o lo que opinaran. Lo que pensaba lo decía, lo pensaba y lo ponía por escrito. Ella no quería herir con lo que pensaba, no quería herir con lo que escribía. Pero lo que pensaba hirió. Lo que escribió hirió a mucha gente. Y no por eso dejó de escribirlo, ni matizó lo escrito. No es que no le importase el dolor, pero era la verdad lo que dolía, la verdad dolorosa.

Se nos antoja excesiva la verdad, la pretensión de verdad hoy. No creemos en nuestra capacidad de pensar. Pensar nos parece tremendamente peligroso. Y aburrido. Tremendamente costoso. El precio de la soledad, de la incomprensión es excesivo. La felicidad ocupa el primer lugar. La popularidad ocupa el primer lugar. La adaptación ocupa el primer lugar. La aceptación ocupa el primer lugar. El mundo es demasiado complejo. 

Hemos arrojado la toalla. Parecería pretencioso decir: “esto es así”. En cambio, el pensamiento débil facilita el diálogo, es más civilizado decir: “yo opino…pero no afirmo ni niego”. O “afirmo pero también niego”. Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros. Comprenda que es el estado de ánimo el que le hacer ver las cosas de una manera o de otra. Cambiar de opinión no es costoso. Hay que ponerse en el lugar del otro, tener empatía, inteligencia emocional. Lo importante es llevarnos bien con los demás. La afirmación o la negación han traído todas las dictaduras (política, religiosa, económica…). Abstengámonos de ser rotundos y categóricos. 

Hannah Arendt, judía, quería comprender. Había tenido un breve romance varios años atrás con un brillante profesor antisemita. Quería que le enseñase a pensar. Heidegger, discípulo predilecto de otro judío, Husserl, alcanzó con Hitler el rectorado y ya como rector prohibió a su maestro volver a utilizar la biblioteca de la Universidad y, prudente, borró su nombre de los libros que antes le había dedicado. El pensamiento no era incompatible con la infamia. De hecho, un hombre injusto puede pensar muy bien. Él nunca dejó sus paseos por la Selva Negra. Quizás a fuerza de pensar uno podía identificarse con la razón que justificaba ese tipo de actos. El pensamiento no se paraba en cuestiones personales, iba más lejos, se refería a los pueblos y no a las personas individuales. El rector debía aplicar las leyes como buen funcionario y Hannah podía seguir siendo leal al pensador poderoso, aunque infame. Hay cosas más fuertes que uno. El pensamiento era más fuerte que los estragos que pudiera causar una ideología. La arrogancia del pensamiento puede pasar por encima de los detalles. 

Ella pensó (y escribió) que sin la colaboración de los judíos no hubiera podido tener lugar el genocidio y pensó (y dijo) que quienes dirigieron ese genocidio probablemente no se paraban a pensar y se limitaban a obedecer. Y que Eichmann le daba mucha risa, porque era un verdadero payaso y no entendía nada. No era capaz del mal. Como Heidegger. El miedo convertía a las víctimas en victimarios. Y a los pensadores en pobres hombres. 

Pero no todos eran iguales. No todos sufrían la violencia. Era la violencia la que provocaba el miedo. Y la violencia fue puesta en marcha en 1933. A partir de ahí la gente se metió en sus casas, en sus vidas y no quiso problemas. La violencia creaba su propia justificación, su propio corpus de pensamiento a impulsos de la ira, que el miedo enardecía. El simpatizante nazi, nada más ver la sangre, se convertía en un funcionario obediente o en un pensador poderoso. Y rodaban cabezas. Se fabricaban cadáveres con la misma perfección que los “escarabajos”.

La risa de Hannah nadie la entendió. Como nadie entendió la crueldad de Heidegger con su maestro.

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