Entonces descubrí a José Joaquín Parra Bañón, profesor de Arquitectura. Leí un relato suyo y le localicé. Tuvimos una cita a ciegas en una taberna del centro. Él acababa de publicar su tesis doctoral, “Pensamiento arquitectónico en la obra de José Saramago”. Le pedí un original, entre copas, después de contarle en breve mi vida y él me prometió un libro que se titulaba provisionalmente “Catálogo de esdrújulos”.
De niño, acompañaba a mi abuelo, buen andarín, en sus paseos por la Vuelta del Castillo, en Pamplona. El “Castillo” es una fortificación que rodea la ciudad. Los fosos, las murallas, el Redín, la Ciudadela, forman parte de ese conjunto fortificado, uno de los mejor conservados de Europa. Ese tipo de fortificaciones proliferaron en muchas ciudades europeas en el los siglos XVI y XVII, cuando se pensaba que era posible defender las ciudades de los asedios. Pero el desarrollo de la artillería hizo inútiles los baluartes y pasaron a ser utilizados en muchos casos como cárceles. Hoy en Pamplona, la Ciudadela que atravesaba con mi abuelo de niño se ha convertido en un centro cultural, el Baluarte.
Yo iba a mi colegio, en el Barrio de la Magdalena, al pie de las murallas. Y volvía a veces andando a casa, subiendo la cuesta y entrando por el Portal de Zumalacárregui, un gran puente levadizo que daba acceso al Barrio de La Navarrería. Iba solo, porque no tenía miedo. Las fortificaciones nacen del miedo. Como una forma de interponer algo a la violencia.
El libro de José Joaquín se acabó titulando “Tratados de Poliorcética”, pero nadie sabía qué tenía que ver con las fortificaciones. La palabra Poliorcética denominaba la ciencia práctica que estudiaba, desde los Griegos, la forma de mejor fortificar las ciudades, también la mejor forma de atacarlas. Una variante militar de la geometría y la matemática, una arquitectura sobre el ataque.
El libro presenta un equilibro formal, semejante al de los diseños arquitectónicos de los conjuntos fortificados, pura matemática o música. Número. Pero esta geometría exacta delimita un conjunto de textos que desbordan los límites tanto en el barroquismo y casi la lujuria verbal como en una fría crueldad de los hechos relatados. La arquitectura precisa del libro conjura la violencia de los cuerpos descuartizados, ultrajados, como una moderna poliorcética que quiere defendernos del horror. Pero como en las antiguas fortalezas la geometría se limita a dar forma al horror, que queda dentro de nosotros.
En la infancia, todas las sombras estaban habitadas. Por la noche, algo parecía moverse debajo de la alfombrilla del baño. Desde la cama, oíamos crujir el piso de madera, y parecía que sentíamos aproximarse una sombra. La crueldad estaba presente, cuando descabezábamos las muñecas buscando el mecanismo de los ojos o el trenzado de las guedejas de cabello sintético. Pura inocencia y avidez de conocimiento. Esa inocencia asusta en la crueldad, porque nos devuelve una imagen del niño que, dentro de nosotros, conoció y aprendió a dominar esas pulsiones, leyendo cuentos sobre ogros que devoraban a niños como él.
Lo visceral, el horror del destripador, del "sacamantecas", contrapuesto a lo racional pero también la racionalidad con que el hombre ha venido eviscerando a sus semejantes, en los martirios y los instrumentos de tortura. Las vísceras. El horror que necesitamos organizar mediante la literatura y los cuentos para -como en el dibujo que sirvió de portada- controlar la Ira de Dios.
¡Cuántos recuerdos! Yo recorría la Navarrería tocando el txistu y parando en cada uno de los bares a tomar un catxi de cerveza o de calimotxo que los propietarios siempre sacaban para los músicos al entender que, en nuestro devenir por el Casco Viejo, arrastrábamos clientela. Cuántas veces habré atravesado también la Ciudadela desde la Vuelta del Castillo, por esa puerta que muestras, hasta salir a la Avenida del Ejército y adentrarme en el Paseo de Sarasate (aún en mi niñez para algunos Paseo de Valencia). ¡Cuántos recuerdos y qué lejanos ya algunos!
ReplyDeleteHola Lamia. Ahora he descubierto twiter y estoy menos activo por los blogs. Eras txistulari, caramba. Yo vivía cerca del Paseo Valencia, en la calle Pozoblanco, que a partir de las escaleriallas a la plaza del Castillo se llama Comedias y sale al Paseo. Mi parroquia era San Nicolás (en el Paseo Valencia), lleno el suelo de tumbas. Y por esas calles se iba de pinchos (calle San Nicolas y Comedias...recuerdo el bar Noé, el Marrano,...) Cada vez que vuelvo, voy por allí y me paseo con nostalgia, pero no con tristeza. Me alegro compartir estos bonitos recuerdos contigo.
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