
El escritor desaparece. La literatura no existe. No se interpone en la lectura. Nada es más importante que Emil. En Emil no hay nada que entender. No hay nada complicado. Se resiste a hacer las cosas, las hace un poco a la fuerza. Luego, le gusta. Se aficiona a lo que hace. Se aficiona a las rutinas. A las personas. Va encajando lo que la necesidad le impone. Los hechos van primero, pero él se acomoda. Y -como sin querer- lo hace siempre bien. Gana, vuelve a ganar. Se entrena. Nadie le obliga. No tiene entrenador. Él hace de entrenador consigo mismo -tampoco ha tenido un padre o una figura de autoridad en su vida- y se impone sus propios retos, inventa sus propias técnicas. Se excede -claro- se machaca. No se reserva fuerzas para el día de mañana. El sufrimiento, el dolor, es su escuela: cuando consiga vencerlo, podrá vencer a todos los que sucumben ante el dolor. Echenoz no se interpone en el relato de esa vida anodina, insustancial. Porque cualquiera puede ser un héroe como Emil. Basta hacer frente a lo que te toca, e intentar hacerlo bien. Tú no eliges. Las circunstancias te imponen una partitura que tienes que tocar. Y ahí es donde eliges cómo tocarla. Emil no sabe correr, corre mal, sin estilo, gesticulante, braceando, es angustioso verle correr en esa forma inconexa, deslabazada, agónica. Pero siempre gana. De forma incluso aburrida va ganando, sin contrapartidas, sin énfasis, modestamente, sin que cambie su vida de funcionario, de militar del ejército checo.

Luego, un día, empieza a declinar, empieza a perder. Lo hace con la misma naturalidad con que vencía, sin dar importancia a algo que es natural. Empieza la cuesta abajo, con treinta y seis años ya es viejo para los cinco mil, también va siéndolo para los diez mil. Acaba echando las potas en sus terceros Juegos Olímpicos. En Melbourne. Y sabe salirse de escena, con la misma indiferencia que entró. Es lo que toca. Sale con una victoria crepuscular, precisamente en España, en San Sebastián. Y se vuelve al anonimato. En su país, su aureola de héroe nacional le valdrá la depuración política cuando los rusos restablezcan el orden socialista. Sin ganas, como siempre, le habían arrancado palabras de apoyo a Dubcek. Y es degradado, vejado con destinos de carretillero, de barrendero. En todos ellos muestra la misma eficacia, la misma profesionalidad. Es su trabajo, como cuando corría. Es lo que ahora toca. Y se adapta a ello. Sin problemas firma la declaración en que asume sus errores, sus desviaciones de la ortodoxia. Qué más le da. Desde que los alemanes invadieron hacía cuarenta años su tierra siempre ha sabido sobrevivir, entre deportaciones, juicios políticos, delación y ahorcamientos. Él solo ha sido uno más, como todos, que quiso trabajar honradamente y sobrevivir. Un hombre que, por esos azares de la vida, fue mundialmente conocido y reconocido, pero que nunca dejó de ser un mandado, un tipo sumiso, un tipo que nunca quiso dar una nota más alta que otra. Y este Jean Echenoz, al escribir su historia, lo hace de una forma igualmente plana, entre la admiración y la perplejidad, ante este hombre común y a la vez gigantesco.