Doscientas trompas sin elefante.
Como un juguete roto.
Queda la trompa extendida en el suelo junto a un monstruo sin cabeza.
Como una gigantesca lombriz ciega abandonada.
Como el macuto arrugado de un soldado de permiso.
Tus colmillos valen el doble que tú, elefante.
Los elefantes llevan las muelas de oro y mueren, como algunos, por la boca.
Veinte colitas graciosas han quedado colgando de las moles tiesas de los gigantes descabezados.
No os acerquéis al hombre, recordad con vuestra prodigiosa memoria su infinita codicia.
Valéis más muertos que vivos, queridos paquidermos.
No os han dejado morir de viejos, no pudisteis ir a morir a vuestro sitio secreto,
al pudridero elegido por vuestros antepasados para dejarse morir en paz.
Habéis quedado expuestos al sol, con esos corpachones que se hinchan y se pudren a la intemperie,
vosotros, tan pudorosos en vuestro morir.
¡Que entierren todas esas trompas!
¡Que no las vean los niños del mundo!
Que sigan soñando con el Libro de la selva, cuando ya no haya selva, ni tigres, ni elefantes.
Y solo queden trofeos decorando con gusto grotesco y cruel los salones de los cazadores de trofeos.
Con sus alfombras de piel de cebra desollada y sus ceniceros de mano de chimpancé crispada.
Toda esa casquería sigue teniendo su mercado floreciente
y el oro va dejando el suelo lleno de tristes trompas solitarias.
(A los doscientos elefantes masacrados en Camerún)
Friday, February 17, 2012
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