Thursday, July 06, 2006

ACERCA DE LOS HÉROES



El otro día me bajé a la playa con el libro que estaba leyendo. Era “Homero, Ilíada”, de Alessandro Baricco. Quizás no haya otro momento menos épico para leer una obra épica –pensé mientras las bañistas se sumergían en esas aguas, las mismas que en tiempos de Homero se teñían de sangre, las bañistas cuyos cuerpos semidesnudos no serían muy distintos de aquellos por los que pelearon Menelao con Paris o Aquiles con Menelao- y mientras me embadurnaba de protección solar, pues era una hora peligrosa, con mis gafas de sol graduadas y bajo la sombrilla, una vez refrescado con un breve chapuzón, me disponía -sin convicción- a proseguir la lectura, comenzada la noche anterior, aislándome de la conversación que M y C mantenían a mi lado, una conversación que versaba seguramente sobre héroes modernos cuya efímera fama es cantada por los medios, no de distinta manera que Homero cantara las gestas de los difuntos héroes, para que perdurasen sus hechos, pues la muerte no debía acabar con la memoria. Estaba leyendo cómo Aquiles no quería guerrear y se dedicaba a la música mientras innumerables aqueos morían –como un moderno pacifista- y sólo entró en combate por un exceso de amor, por vengar la muerte de su amado Patroclo. Y para que su alma no descendiera sola al Hades, sacrificó ante su túmulo a doce jóvenes guerreros, apenas muchachos, a los que degolló sin concederles la piedad que suplicaban, llorando agarrados a las rodillas del héroe, pero él no tuvo piedad, y tal matanza provocó que el río a cuya orilla los ultimaba uno a uno se encolerizase –tanta era la sangre juvenil que lo iba tiñendo- y formase una ola gigante para arrastrar lejos al impío Aquiles (cuando la religión dotaba a la Naturaleza de una voluntad propia y admitía que un río pudiera encolerizarse o el viento enfurecerse ante los hechos de los hombres y éstos podían, así, reflexionar y aplacar a tales fuerzas naturales con ofrendas, religión que nos sería ahora tan conveniente y sin embargo el hombre ya no cree que la Naturaleza pueda enfrentársele, ni que exista un alma ni una furia que castigue, no cree en ese castigo, se cree inmune y dueño de todo lo demás que existe y actúa como un depredador). Y volvía entonces –entornados los ojos por la luminosidad- a contemplar las aguas y a los niños que se bañaban, y me volvía introducir en el mar, tragando sí un poco de agua o aspirándola de mi mano, para gozar de su sabor antiguo, y me lanzaba con brío y entraba a las olas que venían, cuando –al salir de una de ellas- me encontré rodeado de cuatro jóvenes de pechos desnudos, saltando como ninfas que jugasen con la espuma, ceñidas sus caderas por las aguas, y era como estar en el libro, con Helena y sus doncellas (moderno Paris). Y volvía otra vez a mi silla y a mi libro, secándome al sol, mientras algunas de las ninfas seguían riendo ruidosas entre juegos, y allí encontraba a Aquiles enfrentado a Héctor, el héroe troyano que había causado estragos entre las naves aqueas y estando ambos a las puertas de Troya y a la vista de todos sus compatriotas y de todos los aqueos, Héctor flaquea y empieza a correr perseguido por Aquiles y llevan dadas tres vueltas a la muralla, uno huyendo del otro, cuando un hermano menor de Héctor sale de la fortaleza y se enfrenta a su hermano recordándole que la suerte de la ciudad está en sus manos, y Héctor recupera el aplomo y se decide a aceptar su destino (los héroes de entonces podían huir -otra vez ya Héctor se había escabullido entre las filas del ejército troyano y había entrado disfrazado por la puerta falsa de la ciudadela franqueda por su nodriza, para buscar el cobijo de las mujeres, y recuperar entre ellas la propia estimación, pues en aquellos tiempos era compatible el miedo y el arrojo y las mujeres no afeaban las flaquezas del héroe, porque cuando uno era valiente, era un dios el que lo poseía y combatía a su lado y en tal caso éramos invencibles y nadie podría vencernos y en tal caso no era indigno huir y alejarse de la muerte, lo que es propio de nuestra naturaleza, pero tampoco al matar decidíamos la muerte del otro sin contar con la venia de los dioses –pero hoy vivimos sin dioses y creemos que los héroes no huyen y que el que huye es un cobarde, y nos creemos héroes o cobardes, inventando así una identidad que nos aprisiona y nos cierra cualquier salida, condenados a ser nosotros los que matamos o los que morimos). Y al levantar los ojos, la marea que ha subido y está a punto de mojar la toalla y hay que plegar la sombrilla y hay que irse a almorzar.

No comments:

Post a Comment