Williamsburg. El puente metálico, entre Manhattan y Brooklyn. Sonny Rollins, el saxophone colosus, había desaparecido en 1959, se había esfumado en lo más alto de su fama. Nadie sabía de él. Un día, alguien lo encontró, de madrugada, bajo el puente de Williamsburg. Iba allí solo cada noche y practicaba durante horas. Tocaba a cielo abierto para esforzarse en conseguir un sonido poderoso, una sonoridad más plena. Al volver a los escenarios, tres años más tarde, Sonny Rollins había transformado su sonido y se había transformado a sí mismo buscándolo. Algo había resucitado en él. Había reconocido su sonido. Requiere mucho valor prescindir dejar de lado el éxito, la posición económica, la seguridad, para buscar algo que no sabes qué es: la pasión, la autenticidad, lo que uno tiene para el mundo. Quedarse quieto es una forma de morir, una forma de dar gato por liebre a la vida. Repetir una y otra vez lo mismo le convierte a uno en un autómata, en una máquina. Pero la música no se deja estandarizar. Es algo vivo y que canta en nosotros. El puente de Williamsburg es un lugar donde retirarse uno consigo mismo y escuchar el sonido de su propia voz, para saber cómo suena y cómo quiere sonar más plena. Me gustaría poder decir de mi vida lo que decía Sonny Rollins sus solos: "Improvisar es como vivir un trance espiritual, no es algo que se pueda analizar mediante la razón. La esencia de la improvisación es permitir que la música surja por sí misma. Es un ir siempre adelante: no puedo quedarme tocando cosas que ya sé". Es mantener la vieja llama del entusiasmo.
Thursday, April 12, 2007
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