Sunday, August 23, 2009

MEDEA EN MÉRIDA



Ayer sábado tuvimos la suerte de disfrutar en Mérida de la representación de la Medea del croata Tomasz Pandur. Una noche especial para una puesta en escena única con toda la magia del Teatro romano, aportando majestad y atemporalidad a la tragedia de esa mujer que despechada por su esposo, mata por venganza a sus propios hijos. Lleno absoluto, y también plenitud de imágenes y sonidos, plenitud de evocaciones y significación. La obra está llena de sabores y aromas mediterráneos, desde los coros de acordeonistas a esos bailes meridionales, con toda la carga sexual del Sur, como ese sonido enervante de cencerros y el sensual tintineo de las ajorcas femeninas.
Sonidos e imágenes que evocan los Balcanes, Sicilia o Grecia. Incluso por momentos me hacen recordar mi tierra, los carnavales de Lanz, con esos extraños personajes infernales vestidos con pieles de becerros. Terror ancestral. Imágenes eternas (los jóvenes aventando la paja, o las mujeres lavándose en la alberca, las tareas cotidianas, hacer la comida o tender la ropa).
Tan mediterráneo y eterno como el pañuelo negro en la cabeza, el luto unido indisolublemente al sexo (mejor a la negación del sexo), que me trae a la memoria algunas performances de Marina Abramovic, en las que temas como la feminidad, la fecundidad, la maternidad y la sexualidad se debanten y agitan.



Hay que mencionar a los actores. Asier Etxeandía encarna de forma absolutamente equina al centauro Quirón, narrador de la historia. Es un hombre convertido en caballo. Una intepretación memorable. Blanca Portillo está extraordinaria, en todos los registros, desde la ternura (jugando con sus hijos), hasta el desvarío, el odio, la furia o la sensualidad. Amor, pasión, odio, venganza, de una mujer expatriada, que traicionó a su padre y hermanos para seguir a Jasón y ayudarle a conquistar el poder ("el vellocino de oro"). La relación confusa entre hombre y mujer, la ambición de poder, la condición de exiliada de la mujer...todo ello se desarrolla ante nuestros ojos, más en un nivel irracional, de pulsiones, que propiamente discursivo. Importan las palabras, pero la tragedia se cuela a través de los sentidos. Movimiento, música, gritos. Es un teatro sensorial.

Hemos abandonado el teatro a través de los vomitorios de piedra milenarios. Y yo me he quedado con unas palabras de Medea: mi espíritu ha seguido un camino contrario al de mi cuerpo; mi cuerpo ha sufrido el paso del tiempo, mientras mi espíritu es cada vez más joven.

Como en la Medea de Lars Von Trier, ésta de Pandur supone una revisión actual de la protagonista de Eurípides. La bruja homicida y brutal, el mal absoluto, deja paso a la mujer doliente, abrumada por el desamor y la soledad, extranjera en el exilio de su propio hogar, en el exilio de su propio sexo.

Esa mujer, cuyo espíritu vibra de amor, mientras su cuerpo envejece y deja de suscitar deseo. Y de ahí surge la pulsión de dar muerte a los hijos, como les dió la vida. Cuando el amor desaparece de la suya, ésta pierde sentido. Porque ella ya sólo puede vivir para el odio. Y no puede seguir siendo madre si ya no es amada. En los hijos mata el amor que todavía vive en ella. Ahí la tragedia.

De nuevo, una imagen de Marina Abramovic, en 1993, revive el drama del hijo en manos de la madre, roja de sangre.



Dar muerte a los propios hijos, desear no haberlos engendrado nunca, es un acto de supremo dolor, por tanto, y no de maldad.

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