Para MartaVuelos de bajo costo. Hay que aprovechar la oportunidad. Vuelo directo desde Sevilla. Un montón de destinos. Hay que reservar con meses de antelación. Un papel rayado es todo lo que tienes. En el aeropuerto. Cuidado, no más de quince kilos. Y un bulto por persona. El chico detrás nuestro en la cola va a Iglesias, un pueblo al Oeste de Cagliari. Nos cuenta que le irá a buscar su pareja o ex-pareja, no sabe (los dos pensamos en un hombre, por que se trata de un chico especialmente gentil, luego al llegar se despedirá de nosotros del brazo de una preciosa chica). La guía la ha conseguido en la Biblioteca pública (la mía me costó casi treinta euros) y el billete de ida y vuelta lo ha cogido por veintiocho euros (el mío sesenta y tantos). Así viaja cualquiera. Nosotros vamos al hotel Regina Margherita. En el centrode la capital. Serán apenas tres días.

Los tres días han pasado fugázmente. ¿Recuerdos? Sí. El templo púnico de Antas (al que se llega desde una carretera de montaña, serpenteante, mareante). Allí, en plena naturaleza, mientras contemplo las columnas, recibo en el móvil un mensaje de Marta Navarro, la autora de "Ocho islas y un invierno". Es un momento mágico, en que siento emocionado nuestra comunión bloguera: siento que somos habitantes de una misma isla. Este templo, en medio de la naturaleza, requiere tiempo, pausa. Aquí dieron culto a los dioses tres civilizaciones distintas. Me siento en una piedra arqueológica y vienen saltamontes, escarabajos, pequeños animales. Estoy rodeado de árboles diversos, cuyos nombres y propiedades (medicinales, aromáticas) se cuentan en leyendas al pie. Mastico unas hojas para apreciar el sabor del lugar. Un lugar sagrado, donde hay que escuchar el ancestral sonido de las cabras. Aquí se dió culto al dios Sardus Pater, Babai, de los nuraghe, primeros pobladores de la isla.

Dios Padre. Como el de Jesús. Pero un padre distinto. No sólo de bondad, sino sobre todo de fuerza, de generación. Babai, Abba, babá, papá. Parece el balbuceo de un niño. Un dios cercano. Un dios representado en forma de hombre desnudo, con su miembro enhiesto, levantando una mano en señal de saludo y en la otra, el poder de la lanza. Un dios que exhibiendoe el sexo, lo bendice. Un gran falo santo. La fuerza, la capacidad generadora, un don celestial. Es un dios padre de verdad, porque enseña a sus hijos a desarrollar su poder, no a reprimirlo ni a temerlo. ¿Cómo podría imaginar un judío, por ejemplo, un dios padre con la lanza en la mano y mostrando alegremente los genitales, orgulloso de su fuerza? Mostrar y bendecir es más sano que negar y ocultar. ¡Qué hubieramos podido ser con un dios así!

Luego ese otro recuerdo, la playa de Terreda, en Domus de María. Ese azul transparente que obligaba a frenar en seco, al borde del acantilado, en una carretera imposible, para detenerse y mirar. Gozo de la vista. Allí. En esas arenas blancas, tomando una cerveza en el chiringuito, mientras veías pasar el tiempo, lleno de luz, de frescura, de libertad. Sin tareas. Sólo una hamaca para ver a los niños jugar con la arena, para ver a los padres jugar con los niños, buceando fondos limpios. Silencio.
En Cagliari. En la vía Roma, un hombre con su gato en una esquina. Encima del gato va colocando pequeños ratones que corretean por la cabeza del gato, por su cuerpo, casi por sus fauces. Es posible el entendimiento entre los enemigos naturales, la conciliación de opuestos, y esa esperanza -ratoncillos que no son comidos- es algo que merece una moneda. Un poco más adelante, un loco (o sea, un santo), realiza en plena vía pública sus ejercicios de yoga. Se dirige a los transeuntes que pasan, con gran educación, ofreciéndoles un papel y un lápiz, al parecer lleva a cabo una encuesta, calcula para sí y habla entre dientes. Todos aligeran el paso: tienen miedo de la locura.

Recordaremos las noches en el Antico Caffé, fundado en 1885, las cosas que nos dijimos delante de nuestros gin-tonics. El Caffé a donde llegaban cada noche todos los elegantes de la isla, las mujeres hermosas, los heridos de la moda. Clase. Glamour. Distinción. Y nosotros, espectadores lejanos de todo ese ritual cotidiano de los sardos, de mostrarse y seducirse unos a otros.

Hemos vuelto y recuerdo Tharros y Nora. Ciudades romanas, ruinas hoy. Allí donde las cálidas aguas delimitan los contornos. Al lado de las playas. Lugares elegidos desde siglos por los navegantes para vivir: microclima, playas protegidas, calma tras meses de travesía. Las olas mueren mansamente en la arena blanca y el tiempo se detiene o vuelve atrás. Somos romanos, latinos. Descubrimos una bahía, un golfo, puestas de sol y nubes transidas de luz. Cerdeña. Sardinia. Serdegna. Sardos. Una isla. Un lugar para perderse un tiempo y volver.