
Como todas las mañanas, he dado mi caminata por el Paseo de las Delicias. El día estaba frío y luminoso. En el cielo, esas nubes ambarinas que tanto me gustan. Frente a la Torre del Oro, dorada por el sol, unos turistas japoneses risueños y atropellados se retorcían para buscar el mejor encuadre a sus fotografías, mientras su guía -también oriental- conversaba cansinamente a la puerta del autobús con un conductor local, haciendo tiempo.
He vuelto a pensar, como otras veces, lo distinto que se ve todo con ojos de turista. Las cosas que vemos a diario, las ven ellos por primera vez. Todo es nuevo, bello y brillante. Todo es fotogénico. Yo también he sido turista y los comprendo. Recuerdo cuánto me impresionó Estocolmo que, no sé por qué, a un sevillano que venía con nosotros, le recordaba a Sevilla.
He seguido paseando y mirando esta ciudad preciosa, esta luz. Esta belleza cotidiana que, a veces, no veo. Y he recordado una cita de Heráclito: "A veces uno no ve lo que tiene en la palma de la mano". Y tiene que irse muy lejos para darse cuenta.