El fin de semana, en Madrid. “Noche en blanco”. Noche de museos abiertos, de bares abiertos, de fiesta en la calle. Al día siguiente, por la mañana y gratis, visitamos la ampliación del Reina Sofía.

Exposición antológica del pintor sevillano Luis Gordillo. A la entrada, una foto del artista flotando sobre un rulo dentro de una piscina, vestido. Nació en 1934. Calculo: 73 años. Increíble. Dos menos que mi madre y sigue jugando, sigue riéndose de su imagen -después de haber recibido el premio Velázquez a toda su trayectoria, de manos del Rey-, continúa ajeno a las pompas y empaques de la edad.
Artista pop en los sesenta. Los rostros elegantes que pinta durante esos años reflejan una satisfacción juvenil un tanto estúpida. Pero la imagen no es perfecta, hay borrones, espacios en blanco: algo hueco. Algo que falta. Falta una identidad o una entidad.
Son efigies. Todo suena a americano. La pintura, la frivolidad, la satisfacción.
De su producción reciente, "
Dios Hembra", una serie basada en la duplicación. Como en un test de
Roschard el espectador es invitado por estas imágenes a participar en el juego y dejarse llevar por lo que ve. Lo que veo en esa duplicación son destellos de la carrocería de un Mustang americano, atravesando una soleada Avenida en Florida. Pero luego miro otra vez y se me aparece, como hecha de aluminio, la luminosa estructura de los ovarios. Ese interior misterioso del cuerpo femenino (hueco, de éter, esponjoso), es aquí metálico o cristalino. En él
todo parece aséptico y la cibernética es la nueva matriz en que los óvulos se desarrollan. Nacerán máquinas del huevo fertilizado.
La imagen del automovil, como estandarte de modernidad. Se me ha vuelto a venir al admirar la aparatosa decoración del nuevo restaurante del Museo. Es un lujo de formas postizas encastradas en el armazón de la sala. Algo artificioso e inútil, y por lo mismo ejemplarmente moderno. Tiene la voluptuosidad del rojo acharolado de un traje ceñido de mujer y el contoneo suave de las curvas de una carrocería Porsche. Cúpula, cópula se superponen. El placer y el lujo ocupa el centro en el centro oficial del arte moderno. El consumo es arte y el arte es un artículo más de consumo.

La pintura de Gordillo en esos años es una pintura identificable con sus referentes americanos. Es una pintura de generación. Pero no se escucha en ella una voz propia. Para asquirirla Gordillo deberá atravesar -como todos- su desierto (su noche oscura). Sufre una gran crisis creativa que dura varios años. Piensa incluso en abandonar la pintura. Sólo dibuja líneas, de forma automática. Se limita a rayar papel. Abandona el color. Es un tiempo de ahondamiento interior. De purificación. Entra Gordillo en su mundo interior y se pone a escuchar. En una de las salas de la muestra la total amplitud de la pared la ocupa un dibujo muy ampliado, en el que se diría que Gordillo ha recuperado los trazos infantiles. Ha olvidado todo lo que aprendido (como hiciera Picasso). Desaprender es el camino de la vida. Es lo más difícil y lo único que importa: quitar lo que no es nuestro. Las adherencias. Para volver al niño que juega. Al placer de la libertad.
Los años setenta. Después de la aniquilación llega la cosecha en explosión de creatividad y de color: Un despliegue de versatilidad, derroche de colores, libertad absoluta, dominio lúdico, irónico de las formas. Gordillo inventa constantemente, utilizando la fotografía sobre la que raya creando efectos, multiplicando los motivos y las secuencias, los efectos y los defectos, el juego de lo múltiple, de lo duplicado, de lo descompuesto y desordenado, de lo alterado…Ya seguro de su camino creativo. Aunque él proclama la crisis permanente, como componente esencial de su identidad y motor de su pintura.
Y ahora viene el juego con la realidad: el niño flota en su piscina vestido. Y se pinta, por ejemplo, ese señor todo cabeza, el andarín cabezón, que es como un retrato irónico y lúcido del hombre de hoy, todo sensatez y prisa: un enano emocional, risible y estresado. Ese personaje de la foto reproducida miles de veces, decorando los pasillos y una de las salas, con su traje y en calzoncillos, llevando su maletín.
O esas figuras (Judas Iscariote), personajes de la Historia, que en realidad son artilugios de un juego matemático o geométrico. Risibles gusanos duplicados, llenos de patas.
Anécdota para la Historia del Arte: en una de las últimas salas, ante uno de esos cuadros de gran formato del Gordillo de hoy, me encuentro con dos jóvenes extranjeros comentando detalles. Se fijan en la secuencia de los colores en el cuadro y la comparan con la secuencia de los motivos del suelo, que imita losetas cerámicas. Uno de ellos agachado mide con los dedos la distancia entre las manchas azules del motivo ornamental y el otro dibuja su disposición en una agenda que lleva: ambos de espaldas ya al cuadro ¿Surrealismo puro o ciencia? Quizás se reiría Gordillo, quizás han entendido un enigma, un arcano encerrado en esa sala (y Gordillo no juega a flotar sobre su rulo, sino a las matemáticas).
Termino. A través del pasillo que lleva a la salida, en una pantalla Luis Gordillo se explica ante el espectador. Sentados, algunas personas le escuchan. Yo sólo atravieso. Quiero salir ya. Tengo prisa. Pero lo que escucho basta: “…Y te preguntas si puedes permitirte esto. Y dices. Sí. Puedo. Porque es en manos del artista donde la sociedad ha dejado la libertad”.
En nuestra sociedad ¿sigue siendo el artista el único al que por serlo se le reconoce el derecho de ser libre? ¿O puedo ser el artista de mi propia vida? Las obras de Gordillo me invitan a contemplar el artista que hay en mí, a jugar con él como espectador de su obra.